jueves, 17 de marzo de 2011

Contratación pública



El Derecho, en general, y el Derecho de la contratación y las obligaciones de contenido patrimonial de las Administración Públicas, en particular, exige, la mayoría de las veces, un conocimiento sistemático, de conjunto, una visión del bosque, y no sólo de los árboles, visión de conjunto que es la que diferencia realmente la aproximación del jurista respecto de la opinión del técnico de determinada materia, que puede conocer a la perfección, e incluso conocer las normas que la gobiernan, pero no tanto ese conjunto complejo que es el ordenamiento jurídico; y también, especialmente por lo que aquí interesa, la que diferencia la opinión del jurista iuspublicista del jurista no especializado en Derecho público y que enfrenta, más frecuentemente de lo que en principio cabría pensar, problemas de Derecho público.

El Derecho de la contratación pública no se encuentra limitado a la Ley de Contratos de las Administraciones Públicas, hoy Ley de Contratos del Sector Público, y disposiciones de desarrollo, sino que toma como base determinadas prescripciones relativas a las obligaciones de la Administración de contenido patrimonial, en atención al régimen presupuestario que limita las obligaciones de los poderes públicos y sujeta su reconocimiento y pago a determinados trámites, que deben también considerarse, en aras a dicha visión conjunta. Asimismo, junto a las obligaciones de carácter contractual derivadas de contratos regidos por la citada Ley, existen otras obligaciones contractuales o convencionales, otras relaciones obligatorias e incluso obligaciones extracontractuales que merecen ser consideradas en esta panorámica y que exceden de un comentario a la Ley de Contratos.

A mayor abundamiento, un comentario artículo por artículo sólo es realmente útil cuando el lector conoce ya, aunque sea de forma aproximada, el contenido de cada uno. Por el contrario, un estudio con cierta sistemática, permite al jurista menos avezado en las lides de la contratación pública y, en general, del Derecho administrativo, introducirse y llegar a un conocimiento cabal de la materia, sin perjuicio de posteriores estudios y aportaciones.

No es esta obra un excurso puramente académico sino, antes el contrario, resultado de la práctica, dentro y fuera de la Administración. Con esta motivación, es claro que se debe dar una importancia fundamental a la jurisprudencia (del Tribunal Supremo, del Constitucional y también del Tribunal de Justicia de la Comunidad Europea) e incluso a la doctrina de órganos consultivos de la propia Administración, entre los que destaca, en esta materia, la Junta Consultiva de Contratación Administrativa, sin olvidar, desde luego, al Consejo de Estado, Consejos Consultivos de las Comunidades Autónomas, la Abogacía General del Estado y los Servicios Jurídicos de las distintas Administraciones. Pero las opiniones doctrinales, ajenas y propias, son esenciales para dar coherencia y sistematizar la aplicación del Derecho y responder a muchas preguntas, por lo que es evidente que no pueden dejar de tomarse en consideración. Podemos afirmar, a este respecto, que no hay nada más práctico que una buena teoría.

Por supuesto, la visión del bosque tampoco es fácilmente compatible con el examen detenido de todas y cada una de las especies arbóreas y arbustivas del mismo. Y habrá quien considere, con razón, que cada capítulo de este libro correspondería, en rigor, a un libro independiente. Así lo consideraba mi editor (quizá confiando demasiado en mis posibilidades) y lo puede considerar el lector, que tal vez eche en falta una mayor profundización en determinados temas, para lo cual, al menos, cuenta esta obra con una relación bibliográfica al final de la misma, completada con la referencia de portales de internet de los que se puede obtener información fundamental.


El objetivo de la presente obra -servir de aproximación al Derecho administrativo de obligaciones- tiene una doble vertiente. En primer lugar, sin duda, una vertiente práctica, de permitir al jurista no especializado en la materia comprender un poco mejor el bosque de las obligaciones contractuales y extracontractuales de la Administración e incluso ayudarle, modestamente, a resolver los problemas que se le planteen. Pero, al mismo tiempo, la propia consideración del Derecho administrativo de obligaciones tiene la vocación teórica del propio acotamiento de la materia, como un todo diferenciado, un bosque dentro de las feraces tierras del Derecho, aunque, insistimos, como aproximación y ni mucho menos con pretensiones de Tratado. Merecería, por lo demás, una obra independiente la responsabilidad extracontractual pública, si bien la contemplamos también en aras a la unidad del estudio, y por su repercusión en las mismas relaciones contractuales.

Desde la primera perspectiva, a su vez, este libro pretende ser útil para distintos estudiosos y prácticos del Derecho, con diferentes conocimientos e intereses. Ello incluye al Técnico de la Administración que ha de aplicar la legislación vigente, por ejemplo, en la redacción de pliegos de las cláusulas administrativas y en las distintas incidencias que pueden surgir en mesas de contratación o en la interpretación, ejecución, modificación y resolución de los contratos de la Administración; al Letrado de la Administración que debe asesorar sobre la conformidad a Derecho del actuar administrativo en esta materia y defender los intereses cuya postulación tiene atribuida ante los tribunales; al abogado del licitador, contratista o empresario, que deben conocer esta legislación para saber la forma de obtener la adjudicación de contratos públicos y las consecuencias de sus acciones, y las de la Administración, en el devenir de los mismos; y también a jueces y magistrados que han de otorgar una efectiva tutela en aquellos asuntos litigiosos relativos a los contratos de la Administración que se susciten oportunamente ante ellos.

En particular, aparte de los jueces y magistrados, a quienes se presume el conocimiento del Derecho, conforme a la máxima iura novit curia, y a quienes prestan sus servicios a la Administración y tienen una práctica diaria, a veces masiva, de la contratación administrativa (además, en todos estos casos, de la preparación comprobada a través de los correspondientes procedimientos de selección), esta obra está pensada, en gran medida, en la perspectiva del Letrado de empresa, sea interno y trabaje en su asesoría jurídica, o externo y preste sus servicios desde un despacho de abogados, Letrado que, en general, se encuentra ocupado con problemáticas mercantiles de diversa índole y que afronta los temas relativos a la contratación pública y al Derecho administrativo en general en inmersiones esporádicas. Cierto es que los grandes despachos de abogados (no necesariamente todos los despachos grandes) cuentan con departamentos exclusivamente especializados en Derecho administrativo, y no faltan los despachos más pequeños pero total o parcialmente especializados (“boutiques” legales para algunos), pero muchas veces la situación es la antes señalada. De hecho, en el ámbito de los despachos de tamaño medio y un perfil más mercantil que otra cosa, que ha sido mi experiencia personal, el Derecho administrativo, aunque pueda ser vendido como un producto más, no cuenta muchas veces con el suficiente respaldo técnico-jurídico. Sin falsa modestia, confío que este libro sea de interés tanto para el jurista más o menos especializado (del que espero disculpe mis faltas) como para aquel para el cual el estudio del Derecho administrativo es más o menos eventual (y le puedan robar un poco de tiempo a su quehacer diario para esta aproximación al Derecho administrativo de obligaciones).

La contratación pública y el Derecho administrativo en general es uno de aquellos campos del Derecho en que las visiones son bifrontes, esto es, hay dos perspectivas claramente diferenciadas según del lado de la barrera desde el que se mire (en este caso, Administración / administrado), aunque, en realidad, complementarias. Desde luego, soy consciente de que no es lo mismo aplicar el Derecho administrativo de la contratación pública como Abogado del Estado, Director de los Servicios Jurídicos de la Comunidad de Madrid o vocal de la Junta Consultiva de Contratación Administrativa de esa Comunidad Autónoma, como ha sido mi experiencia anterior, que desde la perspectiva de la empresa privada, o, mejor dicho, el despacho privado, como es mi actividad en el presente, pero entiendo que al ponerse a escribir una obra jurídica, aun cuando fuere con escasas pretensiones científicas, uno debe quitarse el uniforme de uno u otro bando, o al menos intentarlo.

Ya por lo que se refiere al plan de la obra, desarrollado a través del sumario, se divide en cinco partes.

La primera de ellas se ocupa de las obligaciones de la Administración, tanto por lo que se refiere a sus fuentes, entre las que destaca, por lo que aquí nos interesa, el contrato o, en términos más amplios, el negocio jurídico; su exigibilidad y limitaciones, con particular importancia del régimen jurídico-presupuestario; los intereses de demora y posibles garantías a favor del acreedor; la cesión de los créditos contra la Administración y, finalmente, su extinción. La mayor parte de las normas consideradas está fuera de la legislación de contratación pública. Sin embargo, en línea con lo ya expuesto, su examen es esencial para la materia objeto de estudio. Por otra parte, en cambio, algunas normas de la legislación de contratación administrativa, como las relativas a los intereses o la cesión de créditos, deben considerarse aquí, en aras a una mejor sistemática.

En segundo lugar, por lo que hace ya a los contratos de la Administración, entendidos en sentido estricto, distinguimos dos partes en torno a su régimen jurídico general. Una, la segunda parte, es la referente a su constitución (clases de contratos, fuentes, elementos personales, reales y formales y garantías), y habida cuenta de la unidad de régimen jurídico de los contratos de la Administración, sean públicos o privados, en lo que respecta a su preparación y adjudicación, ésta parte es, en términos generales, de interés para ambos supuestos, aunque con un mayor peso, lógico, de lo relativo a los contratos administrativos propiamente dichos.

La siguiente parte, la tercera, en cambio, estudia los efectos y extinción de los contratos, que en el caso de los privados, aun celebrados por la Administración, siguen el régimen jurídico privado. Por ello, las previsiones de esta tercera parte son propias sólo de los contratos administrativos. Así, abordaremos la ejecución del contrato administrativo, el equilibrio económico del contrato administrativo, la cesión, subcontratación y otros derechos de terceros, la extinción e invalidez del contrato y la solución de conflictos, a cuyo efecto deben destacarse las prerrogativas de la Administración. Con todo, debemos apuntar que, por lo que se refiere a la invalidez, las previsiones de la legislación administrativa, y del capítulo correspondiente de esta obra, abarcan también a los contratos privados, especialmente por lo que se refiere a su posible ineficacia derivada de normas jurídico-administrativas (que, como hemos visto, rigen su preparación y adjudicación).

La cuarta parte se ocupa de las relaciones obligatorias negociales en particular, tanto los contratos administrativos típicos de obras, gestión de servicios públicos, suministro y servicios, como los contratos administrativos especiales, la contratación pública en materia de urbanismo, los contratos privados con regulación especial, como los suscritos en sectores especiales, los patrimoniales y los bancarios, de seguros y artísticos. Y junto a los contratos en sentido estricto, nos referiremos también a los convenios administrativos y otras relaciones excluidas de la legislación de contratos de la Administración e incluso a otras figuras de las que pueden nacer relaciones obligatorias negociales, como las concesiones de dominio público, las subvenciones, la deuda pública y los avales del Estado.

Sanciones administrativas


La posibilidad de que la Administración imponga, y ejecute, por sí misma sanciones a los ciudadanos es uno de principales medios o instrumentos, si no el más cualificado, con que cuenta la Administración para asegurar el cumplimiento de las leyes y reglamentos, y, por tanto, el imperio de la Ley.

En efecto, la sanción administrativa, ya consista en la imposición del pago de una multa en dinero o en otro tipo de medida limitativa, es uno de los recursos más empleados por la Administración para perseguir el cumplimiento de las leyes, leyes que pueden ser de todo tipo, desde las que rigen la circulación de vehículos automóviles hasta el cumplimiento de las determinaciones relativas a la urbanización y edificación.

Por supuesto, lo importante es que las leyes se cumplan, no tanto sancionar su incumplimiento, y la amenaza, o la imposición concreta, de sanciones, no es un fin en sí mismo, sino una medio de conseguir lo primero, a través de la llamada prevención general, es decir, que el conjunto de los ciudadanos cumplan las leyes ante la amenaza de la posible sanción, y, en particular, de la llamada prevención especial, esto es, que el sujeto sancionado no vuelva a infringir la ley, ya sea por el especial temor en ser sancionado o incluso porque la sanción impida una nueva infracción debido a que, por ejemplo, le sea retirada la licencia, permiso o concesión que le facultaba para desarrollar una determinada actividad. Pero, insistimos, todo ello no es un fin en sí mismo y, desde luego, debe reprobarse el ejercicio de la potestad sancionadora con fines meramente recaudatorios. Para subvenir las cargas públicas, la Administración goza de la potestad tributaria, de exigir impuestos, tasas y contribuciones especiales, mientras que la potestad sancionadora no tiene esta finalidad, aunque su ejercicio también redunde en un incremento de las arcas públicas.

En cualquier caso, el ejercicio de la potestad sancionadora, constitucional y legalmente atribuida a la Administración Pública, así como las garantías, derechos y recursos del presunto responsable, es una materia de especial interés, tanto para quienes desde el poder público deben asegurar el cumplimiento de las leyes como para los ciudadanos frente a los cuales, justa o injustamente, se dirige un procedimiento sancionador, así como para quienes tengan atribuido el asesoramiento jurídico o la representación y defensa de la Administración o de los ciudadanos ante los tribunales, y éstos mismos.

Para abordar este estudio, es preciso, en primer lugar, delimitar el concepto de las sanciones administrativas, que deben ser distinguidas de las sanciones penales, a pesar de su naturaleza común, y de otras medidas administrativas coactivas que carecen de naturaleza sancionadora y que, por tanto, no quedan sometidas al mismo régimen jurídico.

Por lo que se refiere a la regulación de las infracciones y sanciones administrativas debe apuntarse que, en un Estado de Derecho, la actuación de la Administración debe sujetarse a lo dispuesto en la legislación vigente, máxime en esta materia en que rige un principio de reserva de ley, esto es, que la ley, entendida como norma emanada del Parlamento, debe regular, necesariamente, la determinaciones esenciales de las infracciones y de las sanciones a imponer, sin perjuicio de la colaboración de las disposiciones reglamentarias, dictadas por la propia Administración, en ámbitos secundarios, de desarrollo.

En cualquier caso, la legislación sancionadora debe cumplir determinados principios, propios de la potestad sancionadora del Estado y, por tanto, comunes con el Derecho penal, aun cuando su aplicación no sea completamente idéntica en ambos campos. Estudiaremos, por tanto, principios tales como los de irretroactividad de las normas sancionadoras no favorables, tipicidad o determinación específica de las infracciones administrativas y de las sanciones que por ellas pueden imponerse, proporcionalidad, “non bis in idem” o prohibición de concurrencia de dos o más sanciones por la misma infracción, y culpabilidad.

Como toda actuación administrativa, la potestad sancionadora debe sujetarse al procedimiento legal y reglamentariamente establecido. En dicho procedimiento, el ciudadano goza de determinados derechos y garantías, destacando la llamada presunción de inocencia, esto es, que el supuesto infractor se debe presumir o considerar no culpable salvo que se pruebe lo contrario, si bien en este ámbito tal presunción se debe conjugar con la presunción de validez de los actos administrativos, especialmente en el caso de denuncias o actas de la propia Administración.

Esa misma presunción de validez es aplicable a la sanción misma, que es ejecutiva una vez haya concluido la vía administrativa, y puede ser ejecutada por la propia Administración, sin perjuicio del recurso a los tribunales de justicia, concretamente los tribunales del orden contencioso-administrativo, y de la posible suspensión cautelar de las sanciones por estos.

La presente obra se centra en el régimen general de la potestad sancionadora, pero, como hemos advertido, son muchas las leyes que contienen o previenen infracciones y sanciones administrativas. No es posible un completo estudio de todas ellas, si bien, junto a los principios y normas generales, haremos una referencia a distintos supuestos de sanciones, sean de las llamadas de autotutela, en las que la Administración protege su orden interno, caso del régimen disciplinario de personas especialmente relacionadas con la Administración, como también de las infracciones y sanciones tributarias y de la tutela sancionadora del dominio público, o sean sanciones de protección del orden general, que, a su vez, pueden ser de muy diversas clases, p.ej. en materia seguridad, medio ambiente y urbanismo, orden social, Derecho administrativo económico y materias financieras y mercantiles.

Finalmente, como anexos, se recoge la legislación general que sobre la potestad sancionadora se ha dictado por el Estado y las Comunidades autónomas, sin ánimo, no obstante, de exhaustividad, ni, desde luego, de entrar en la regulación específica de los distintos regímenes sancionadores.

En la segunda edición de la obra se toma buena nota de nuevos pronunciamientos jurisprudenciales destacables y nuevas disposiciones legales con previsiones sancionatorias, como la reforma del régimen local, la nueva Ley General Tributaria o las recientes leyes autonómicas urbanísticas.

También anotamos que en el informe rendido por la Real Real Academia Española al Tribunal Constitucional se acoge, junto al término “sancionador”, el adjetivo “sancionatorio”, aunque se advierte que no son sinónimos, sino que el primero realiza la acción del verbo base “sancionar” y el segundo significa “perteneciente o relativo a la sanción”. Lo cierto, sin embargo, es que los vocablos “sancionador” o “sancionadora” siguen usándose en ambos sentidos, y, con todas las disculpas necesarias, seguimos empleándolos en este libro.


Francisco García Gómez de Mercado
Abogado

Responsabilidad patrimonial de la Administración


En un mundo ideal, la Administración siempre actuaría correctamente. E incluso, actuando correctamente, evitaría todo perjuicio a los administrados (esto es, a los ciudadanos, nacionales y extranjeros, empresas y entidades de todo tipo, así como a sus propios empleados). Y, si algún perjuicio particular viniera exigido por el interés público, procuraría previamente adoptar los procedimientos necesarios, fundamentalmente expropiatorios.

Pero no vivimos en un mundo ideal. La actuación de la Administración, como la de cualquier persona o entidad, puede provocar daños a otras personas. Lejos quedan los tiempos de la inmunidad del Poder. Antes al contrario, los perjudicados pueden reclamar de la Administración los daños que ésta cause siempre que no estén obligados a soportarlos.

El alcance de la responsabilidad de la Administración en España es, incluso, más amplio que en otros países de nuestro entorno. No existen prácticamente ámbitos inmunes a la indemnización de los daños causados, y esta responsabilidad tiene carácter objetivo, esto es, no exige que se pruebe la mala fe ni siquiera la negligencia de ninguna autoridad o empleado público.

La responsabilidad de la Administración es un remedio en sí mismo al daño causado y, además, la indemnización de los daños y perjuicios constituye una compensación subsidiaria al mal hacer de la Administración cuando la restitución perfecta de la situación lesionada no es posible.

No debemos creer ni pretender que la Administración se convierta en aseguradora universal de todo daño, que deba responder de cualquier perjuicio que suframos. Pero, sin duda, el ámbito legal de su responsabilidad es muy extenso y las posibilidades de exigir una indemnización de daños y perjuicios son muy amplias, tanto en número como en importe.

Por ello, entendemos que esta materia merecía una obra como ésta, que pretende ser útil tanto a quienes reclaman como frente a quienes se reclame la llamada responsabilidad patrimonial de la Administración, con una extensión contenida pero suficiente, y una perspectiva no sólo teórica sino también práctica. No hay nada más práctico que una buena teoría, pero la teoría, más allá de los círculos académicos, debe resolver problemas prácticos y orientarse a ellos. Eso es lo que hemos tratado en este libro, desde la experiencia tanto pública como privada, y esperamos que sirva a su objetivo.

Francisco García Gómez de Mercado
Abogado

Revisión de la actividad de la Administración



El Derecho Público constituye un área del Derecho que, en contra de lo que pudiera pensarse desde fuera, no está reservada a unos pocos especialistas, sino que comprende una amplia práctica a muy diferentes niveles, con algunos que quizá se reduzcan a un cierto número de asuntos de gran cuantía pero con otros de carácter masivo.

No es éste un Derecho que afecte exclusivamente a una clase de personas o entidades: todos los ciudadanos y empresas nos relacionamos de un modo u otro con las Administraciones Públicas. Sea por el ejercicio de potestades sancionadoras de diversos tipos, licencias y autorizaciones relativas a las más variadas actividades, la contratación o subcontratación con la Administración, la percepción de subvenciones o el sometimiento a múltiples procedimientos administrativos, existe un campo amplísimo de asuntos, tanto por número como por extensión, en que es necesario el asesoramiento jurídico y la defensa en juicio que nuestro ordenamiento confía a los Abogados. De hecho, lo contencioso-administrativo representa, desde hace años, el mayor volumen de asuntos en el Tribunal Supremo.

El plan de la colección es teórico-práctico. No pretende constituir unos comentarios doctrinales ni unos simples formularios. Tampoco tiene pretensiones exhaustivas en cada una de las materias que trata, ya que, la urgencia, acumulación y variedad de los asuntos a considerar muchas veces hace poco práctico un estudio exhaustivo en el que, a pesar del material ofrecido, pueda ser difícil encontrar soluciones a los problemas inmediatos. De este modo, su objetivo es aportar unos breves comentarios que expongan las bases de la materia (pues no hay nada más práctico que una buena teoría) y los principales problemas o cuestiones que la práctica jurídico-administrativa plantea en cada uno de los temas tratados, desde el conocimiento y la experiencia; aportando ejemplos prácticos de alegaciones y documentos emitidos con ocasión de expedientes administrativos y procesos contencioso-administrativos (en los que toda similitud con situaciones reales y personas concretas es pura coincidencia) así como el planteamiento de casos prácticos o cuestiones en relación con los supuestos de hecho que resultan de la documentación contenida en la obra.

Así, cada capítulo contiene, en primer lugar, una exposición con vertiente práctica (esto es, una exposición de los problemas o actuaciones más importantes que se plantean en la práctica y su solución o soluciones legales) y, asimismo, casos prácticos, modelos y/o formularios. Por supuesto, la extensión de cada elemento (exposición, modelos, casos) dentro de cada capítulo depende del tema a tratar, puesto que es evidente que hay temas en que interesa más conocer de la mano de los especialistas una cosa que otra.

Este volumen se ocupa de la impugnación de la actuación de la Administración, sea ante la propia Administración o ante los tribunales contencioso-administrativos.

Cualquier país que pretenda tener siquiera una apariencia de ser un Estado de Derecho, de proteger aun mínimamente los derechos de los ciudadanos, ha de permitir que tales ciudadanos puedan reclamar frente a las actuaciones de la Administración, que es humana y, por tanto, puede errar. La Administración ni debe verse como una madre amantísima (nadie la ve así, desde luego), ni tampoco como un Leviatán, un monstruo, respecto del cual la única decisión inteligente es la de reducir su tamaño e incluso sus poderes. En un Estado social y democrático de Derecho, como el nuestro, es precisa una Administración eficaz, para la realización de los intereses públicos, que son los intereses de los ciudadanos en su conjunto, para lo cual es menester dotar a la Administración de poderes jurídicos y de adecuados medios materiales y humanos. Pero, igualmente, el Estado de Derecho reclama que los tribunales de justicia controlen la adecuación de la Administración al propio ordenamiento jurídico, sin que debamos llegar, por supuesto, a un Gobierno de los Jueces. No pretendamos ni un Gobierno platónico de los filósofos ni un Gobierno a golpe de sentencia.

En España, junto a la revisión de actos en vía administrativa, sea a través del cauce de los recursos o de los procedimientos de revisión de oficio, el control judicial de la actividad administrativa se lleva a cabo a través del tradicionalmente denominado recurso contencioso-administrativo que, en realidad, no es un recurso administrativo (equiparable a los de reposición, alzada ni aún económico-administrativo), sino una auténtico proceso judicial, a través de auténticos órganos jurisdiccionales, que ejercen la función propia del Poder Judicial de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, pero de carácter especializado, como especializado es el Derecho administrativo y especial es la propia realidad de la Administración.

De ello, desde la perspectiva práctica que inspira esta colección, nos ocuparemos en este volumen.


Francisco García Gómez de Mercado
Abogado

Procedimientos administrativos comunes


Como indicaba la exposición de motivos de la Ley de Procedimiento Administrativo de 1958, el procedimiento es el cauce formal de la serie de actos en que se concreta la actuación administrativa para la realización de un fin, es decir, la forma de producción de los actos administrativos.

El procedimiento administrativo y el proceso judicial tienen una naturaleza esencialmente común, como serie o sucesión jurídicamente regulada de actos para la consecución de un fin, y lo que diferencia a ambas instituciones es la función que, a través de los mismos, corresponde ejercitar a la Administración y a los órganos jurisdiccionales; respectivamente, la aplicación directa del ordenamiento jurídico para servir con objetividad los intereses generales y la aplicación o realización del Derecho en casos concretos resolviendo conflictos de intereses.

Precisamente, a imagen y por influencia de lo que ocurre en Derecho procesal, se entiende que el establecimiento de unos trámites que, necesariamente han de ser observados cuando la Administración actúe, en particular al relacionarse con otros sujetos, constituye un medio para defender la seguridad de éstos, al mismo tiempo que para conseguir la efectiva realiza¬ción de los fines que se persiguen. En este sentido, la doctrina y la jurisprudencia contencioso-administrativa reconocen como fines del procedimiento administrativo la garantía de los administrados y la eficacia de la Administración.

Francisco García Gómez de Mercado
Abogado

Alcance actual del control judicial de la Administración


Estudiar el alcance actual del control judicial de la actividad de la Administración supone el estudio del ámbito, el objeto y la eficacia del llamado recurso contencioso-administrativo, sin entrar, sin embargo, en el procedimiento a seguir para la sustanciación del mismo. Se trata de ver cuándo y en qué condiciones podemos acudir a dicha acción judicial para la tutela de los derechos o intereses legítimos que puedan resultar afectados por la actividad administrativa, y qué podemos obtener del ejercicio de esta acción, dejando para otro tiempo y lugar el estudio y seguimiento del procedimiento que pueda instarse a la luz de las valoraciones que previamente se hayan podido realizar sobre la oportunidad y conveniencia de hacerlo.

Cualquier país que pretenda tener siquiera una apariencia de ser un Estado de Derecho, de proteger aun mínimamente los derechos de los ciudadanos, ha de permitir que tales ciudadanos puedan reclamar frente a las actuaciones de la Administración, que es humana y, por tanto, puede errar. La Administración ni debe verse como una madre amantísima (nadie la ve así, desde luego), ni tampoco como un Leviatán, un monstruo, respecto del cual la única decisión inteligente es la de reducir su tamaño e incluso sus poderes. En un Estado social y democrático de Derecho, como el nuestro, es precisa una Administración eficaz, para la realización de los intereses públicos, que son los intereses de los ciudadanos en su conjunto, para lo cual es menester dotar a la Administración de poderes jurídicos y de adecuados medios materiales y humanos.

Pero, igualmente, el Estado de Derecho reclama que los tribunales de justicia controlen la adecuación de la Administración al propio ordenamiento jurídico, sin que debamos llegar, por supuesto, a un Gobierno de los Jueces. No pretendamos ni un Gobierno platónico de los filósofos ni un Gobierno a golpe de sentencia.

En España, este control de la actividad administrativa se lleva a cabo a través del tradicionalmente denominado recurso contencioso-administrativo que, en realidad, no es un recurso administrativo (equiparable a los de reposición, alzada ni aún económico-administrativo), sino una auténtico proceso judicial, a través de auténticos órganos jurisdiccionales, que ejercen la función propia del Poder Judicial de juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, pero de carácter especializado, como especializado es el Derecho administrativo y especial es la propia realidad de la Administración.

Pues bien, para determinar el alcance actual del control judicial de la Administración, por los tribunales contencioso-administrativos, hay que estudiar el ámbito, el objeto y la eficacia del llamado recurso contencioso-administrativo que ante dichos tribunales se sustancia.

En primer lugar, el ámbito y el objeto, y especialmente por lo que se refiere, en el primer caso, al ámbito objetivo, están estrechamente entrelazados, hasta casi identificarse, aun cuando la LJCA regule separadamente el ámbito (capítulo I del título I, esto es, arts. 1-5) y el objeto del recurso contencioso-administrativo (título III). Se trata, en suma, de determinar qué actuaciones de la Administración pueden ser impugnadas ante los tribunales de lo contencioso-administrativo y en qué condiciones.

Así, comenzaremos por una delimitación preliminar de lo que es “lo contencioso-administrativo”, y su llamado –y tan discutido- carácter revisor, para pasar a examinar, en términos generales, la actuación administrativa impugnable. Si no nos dirigimos contra una actuación administrativa impugnable en esta vía, se podrá plantear la apreciación de la falta de jurisdicción. Todavía en este primer capítulo, comentaremos la caducidad de la acción contencioso-administrativa, esto es, que la acción para acudir a estos tribunales está sujeta a breves plazos de caducidad, y la lógica, o ilógica, de ello y sus consecuencias.

En cualquier caso, los tribunales contencioso-administrativos no son los únicos que pueden conocer de cuestiones litigiosas relativas a la Administración. La Administración, o las distintas entidades públicas en que la Administración se integra, pueden también ser parte ante otros órdenes jurisdiccionales, siendo precisa la delimitación entre cuestiones administrativas y cuestiones correspondientes a otros órdenes jurisdiccionales y Jurisdicciones; así como observar la posibilidad de cuestiones prejudiciales, esto es, que, aun cuando se trate de una cuestión perteneciente a otro orden jurisdiccional, el tribunal contencioso-administrativo pueda entrar en ella a los solos efectos de resolver un litigio que, por su materia, le corresponda.

El ámbito del recurso contencioso-administrativo es tanto objetivo, en relación con determinados actos, disposiciones o actuaciones, como subjetivo, en relación con determinados sujetos, por lo que es preciso detenerse en la delimitación de qué se entiende por Administración Pública. Dicho concepto incluye, desde luego, a la Administración del Estado y de las Comunidades Autónomas, a los entes locales, y a la llamada Administración institucional, incluyendo a las llamadas Administraciones independientes (que, en realidad, no lo son del todo, ni de la Administración ni, desde luego, del control de los tribunales). Pueden existir también actuaciones administrativas por parte de los llamados vicarios de la Administración, sujetos privados que actúan por cuenta de la Administración, así como actuaciones administrativas de órganos no administrativos (órganos de los Poderes Legislativo y Judicial). Mención aparte merecen las Corporaciones de Derecho público. Incluso puede estudiar la posibilidad de un recurso contencioso-administrativo sin Administración.

El control prototípico que ejerce lo contencioso-administrativo se predica de los actos administrativos, fundamentalmente de los que “causan estado” o ponen fin a la vía administrativa, si bien existen actos de trámite, que no resuelven definitivamente el asunto, que son susceptibles de impugnación. En todo caso, junto a los actos expresos, se ha reconocido la posibilidad de actos presuntos, dictados por el llamado silencio administrativo, esto es, porque la Administración no resuelve en plazo, técnica que ha permitido una mayor fiscalización de la actuación, o falta de actuación, administrativa.

Ha sido largamente debatida la diferenciación entre los actos administrativos y los llamados actos políticos, esto es, entre actos en que se administra y actos en los que se adoptan decisiones políticas, distinción que, hasta cierto punto se mantiene, pero que ya no excluye el adecuado control jurisdiccional de unos y otros.

Hemos dicho que por la vía del silencio administrativo se ha conseguido el control de supuestos en los que la Administración no adopta una resolución expresa. Pero más allá del ámbito del silencio administrativo, la vigente Ley de la Jurisdicción Contencioso-Administrativa ha procurado –aunque no conseguido del todo- un auténtico control de la inactividad de la Administración, así como de la vía de hecho, esto es, cuando la Administración actúa totalmente fuera de su competencia o del procedimiento legalmente establecido, cuando actúa “a las bravas”.

Capítulo aparte merece el control de la actividad normativa de la Administración, instrumentada en las disposiciones reglamentarias o reglamentos, ya sea impugnándolas directamente, o de forma indirecta, es decir, reclamando contra un acto singular porque el reglamento que aplica es ilegal. En cambio, queda vedado a los tribunales contencioso-administrativos el control de normas con rango de Ley, si bien tienen la facultad de elevar la correspondiente cuestión al Tribunal Constitucional, e incluso se ha admitido el control de los Decretos Legislativos en la medida en que se excedan de la Ley de delegación.

En otro orden de cosas, el ordenamiento jurídico español ya no está constituido sólo por normas estatales (entendido este concepto en sentido amplio, que incluye las autonómicas y locales) sino que forma parte integrante del mismo el Derecho comunitario, por lo que se suscita la cuestión del control jurisdiccional de la aplicación del Derecho comunitario por la Administración.

Por otra parte, deben estudiarse de modo especial determinadas actividades de la Administración, como la que despliega a través de la contratación pública, la expropiación forzosa y la actividad urbanística, así como el enjuiciamiento de la posible responsabilidad patrimonial en que incurra la propia Administración.

Hemos dicho que la presente obra se centraba en el ámbito y objeto del recurso contencioso-administrativo, y el objeto del mismo, en realidad y de forma inmediata, no es tanto la actuación administrativa, sino las pretensiones de las partes en relación con dicha actuación, por lo que han de estudiarse también diversas cuestiones en relación con dichas pretensiones y la legitimación de las partes para sostenerlas.

El proceso contencioso-administrativo concluye, como suele concluir todo proceso, mediante la sentencia. De cuál sea su posible contenido, en relación con las pretensiones de las partes, con las que debe ser congruente, dependerá la eficacia del meritado proceso.

Y es que, realmente, de poco servirá el recurso contencioso-administrativo si carece de eficacia. Su eficacia teórica está representada por la sentencia, con su efecto de cosa juzgada y sus posibles efectos frente a terceros, sea directamente o mediante la extensión de sus efectos, en los términos previstos en la Ley.

Pero donde de verdad se apreciará la eficacia de la intervención de los tribunales contencioso-administrativos será en la ejecución de la sentencia, en llevar a los hechos el Derecho declarado por el tribunal. Sin ello, no hay Justicia. Como señala el artículo 117 de la Constitución, a los juzgados y tribunales les corresponde juzgar y hacer ejecutar lo juzgado, y sin esta segunda parte la primera se queda en mera declaración de intenciones.

Finalmente, debido a la dilación en los procesos judiciales de toda índole, y también, por tanto, de los contencioso-administrativos, es necesaria la instrumentación de medidas cautelares, esto es, de medidas adoptadas por el tribunales y que, provisionalmente, en tanto no se dicte sentencia que ponga fin al pleito, permitan evitar que la decisión que finalmente se adopte resulte inejecutable, o ejecutable en tales términos que no resulte plenamente satisfecha la pretensión declarada conforme a Derecho, siempre y cuando, claro está, con ello tampoco se resientan irreparable o gravemente intereses públicos o de terceros.

Precisamente, es la lentitud de los procesos judiciales, y en particular la de los procesos contencioso-administrativos, uno de los principales obstáculos a una eficacia real de la Justicia. Con todo, es forzoso reconocer que la introducción de los Juzgados de lo Contencioso-Administrativo por la Ley de 1998 ha sido beneficiosa a la hora de conseguir una mayor agilización de la Justicia contencioso-administrativa, mayor rapidez que se ha conseguido al crearse un gran número de órganos jurisdiccionales, que, además, son órganos unipersonales (frente a la tradición del tribunal colegiado en lo contencioso-administrativo), y que, en determinados supuestos, siguen un procedimiento abreviado (aunque éste presente también deficiencias y demoras innecesarias en la práctica ).

Así, según un estudio elaborado por el Colegio de Abogados de Madrid se señala que, como media, los Juzgados de lo Contencioso-Administrativo dictan sentencia en un plazo de 197 días, el Tribunal Superior de Justicia de Madrid en 2 años, la Audiencia Nacional en 20 meses y el Tribunal Supremo en 3 años y medio .

Por último, la mayor eficacia de la Justicia, y por tanto también del control jurisdiccional de la actividad administrativa no se consigue sólo con nuevas leyes de procedimiento, ni siquiera sólo con un incremento del número de órganos judiciales, sino también a través de medidas de gestión de la oficina judicial, cuestión de radical importancia, aunque no sea este el lugar para desarrollarla .

Francisco García Gómez de Mercado
Abogado